Cuidemos la narrativa: Es nuestro último recurso.

Opinión

Cuidemos la narrativa: Es nuestro último recurso.

Cuidemos la narrativa: Es nuestro último recurso.

 

Por: Juan Camilo Rojas Arias: Abogado candidato a Doctor, con Máster en derecho económico y políticas públicas e internacional (LLM), Especialista en derecho comercial con profundización en el área de derecho económico, internacional y de la administración pública. 

La realidad no es sencilla. Somos testigos de una de las peores perspectivas económicas en el corto y mediano plazo. La inestabilidad social y política es rampante. El virus aun ronda, el ritmo de vacunación está aún lejos de darnos la libertad de rebaño. La iniciativa privada ha tenido que ceder ante la priorización de la salud pública y, ante la forzosa y a veces inescrupulosa protesta social, lo que afectó su estabilidad y generó el incremento del desempleo.

Hoy la fragmentación recorre nuestra esencia. Ganó la carrera de estar enfrentados como país, lastimosamente un bucle ya conocido en nuestra historia: disputas entre hermanos, donde todos seremos perdedores. En ese sentido, los términos de la narrativa que se tiene ahora han tenido una trayectoria desafortunada, en atención a que en muchos espacios hemos podido comprobar que la protesta social ha llevado en su génesis una agenda política y un mensaje claro desestabilización.

La narrativa social se ha fragmentado a dos simplicidades inquietantes. La primera se ha limitado a cierto tipo de aceptación expresa, conocida por la inútil muletilla de “comprometida socialmente”, entendiéndose tácitamente por ello un discurso social y político más o menos vinculado a la incipiente, y retorica ideología de izquierda propulsada hasta ahora en Colombia, donde se habla de más gasto público, más Estado y más garantismo, sin una clara cuantificación de sus deseos ni de apego a la disciplina fiscal, en esta vía, su utilidad narrativa sirve de ejemplo y culpabilización a todo aquel que no desee mejores condiciones para el pueblo que sufre. La segunda agrega las preocupaciones e inquietudes de quienes no están de acuerdo con las protestas, acá el dialogo se reduce a deslegitimar y señalar de poco social, y mucho de delincuencial, a quien exprese su sentir bajo este marco de realidad.

La limitación peligrosa y comprometedora de unos sobre otros para acomodar su visión del país a una facción social o institucional, es parcializante y, por ello mismo, de dudosa benevolencia social. Dados los efectos sociales, es indudable la eficiencia del discurso político polarizador, de ahí el prejuicio hacia todo aquel desprovisto de una posición, al vincularlo, ya fuera del ámbito estrictamente social y político, a una “bruja” a la que se debe dar caza y quemar en la hoguera.

El perjuicio mayor lo sufren las instituciones, nuestro Estado, que acaba comprometiéndose en una discusión política que vacía el término de su contenido, lo pone en jaque y lo inutiliza, en vez de enfrentarse directamente al problema social y político, termina por atacarse a las personas por medio de la institucionalidad que nos ha costado construir por más de 200 años como país independiente.

El principal damnificado es el sector privado. No sé en qué momento de nuestra sociedad se volvió objetivo civil atacar a las empresas, su función es clara: crear valor -además de esta fuente viene cerca del 81% del recaudo total de impuestos en Colombia-. Si las destruimos, nuestro bienestar colectivo está destinado al fracaso. Jamás tendremos paz sin prosperidad, y esta última solo es posible con un sector privado fuerte y con reglas claras. Todos como sociedad pagaremos los platos rotos de nuestra ira colectiva, no importa la postura elegida, o si nos mantuvimos al margen. Entre todos pagaremos el exceso de nuestra realidad, bien sea bajo un gobierno autoritario que se esmere por cumplir su romanticismo-demagogia política, o por la fragmentación social que nos seguirá hundiendo en un tejido social fragmentado y violento.

En esta realidad, guiada por el criterio de la conveniencia, ha sido supervalorado el tomar una postura y minusvalorada la prudencia. El desprecio y la aversión por la prudencia ha seguido el proceso natural vía redes sociales. En nuestros días esto ha llegado al vértice. El tibio despreciado termina por ser marginado y la mayoría de las veces atacado e intimidado, con ello se demuestra que la polarización es la salida. La prudencia es una suerte de mezquindad indeseable. La alegoría del cambio bajo la narrativa actual pasa más por incendiar lo construido, que por recabar evidencia y construir consensos.

En suma, creo que hoy estamos sumidos más en un dilema humano que político. El enigma de la naturaleza humana nos sale al paso por todas partes. Aun cuando el corpus de nuestra agenda social y política es variado y oscilante entre el campo y la ciudad; los indígenas y los campesinos; los informales y los formales; la pregunta y la duda dogmática que recorre nuestros silencios como sociedad debería ser el cuestionamiento: al estilo del salmo 8, ante una plaza pública como lo proponía la esfinge de Tebas o ante el tribunal de la conciencia crítica como lo desarrollo Kant. El actual enigma y la zozobra que se respira, nos debe llevar a reflexionar el país que queremos, sin ira, sin violencia y sin mesías salvadores. Requerimos serenidad, aplomo y sensatez en momentos donde la carta política es desestabilizar y llevarnos con miedo a unas elecciones en 2022, donde se vote incendiados por cambios que se desean y que son irrealizables de forma inmediata, no olvidemos que en políticas públicas la gradualidad y el incrementalismo es el camino más seguro, lo demás, son sueños sin evidencia – en el mejor de los casos- y demagogia en la mayoría de las veces.

 

 

 


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